Huesito de pan de muerto, conocido por los primos como "La chichita". |
"Ya no hay moral", se dice a cada rato. Yo no lo decía, hasta este día de muertos.
Sereno caminé un par de cuadras ya en la tarde-noche del 1 de noviembre para conseguirme el tan anhelado pan de muerto, característico de esta peculiar tradición mexicana. Venía pensando en los huesitos crujientes que los panecillos tienen en la cima, y el religioso hábito de saborearlos con una buena taza de un chocolate abuelita. Soy tan fan de los huesitos, que una vez en casa fue investigado el extraño caso de los panes de muerto sin huesito alguno. Debieron suponer que fui yo el artífice del atraco profano. En esto venía pensando cuando sentí un cuchillo por la espalda. Me detuve al instante, metí la mano al pantalón aferrado a mi billetera y volteando despacio para conocer el rostro del delincuente. Entonces, un demonio --literal-- con carita sonriente y chimuela, intervino antes que yo lo hiciera: Me da diez pesos para mi calaverita. Y pensé, "ya no hay moral". Los valores modernos con los que fui deformado en la niñez, se han perdido para siempre.
En mish tiemposh, una moneda de cinco pesos dentro de la calabaza forjada a mano y con vela al interior, hubiera resultado un glorioso exceso. Eso en nada se compara con la soberbia de los chamacos que hoy imponen la cuota cuales narcos de Ta-ta-tamaulipas cobrando por derecho de piso. Además el chamaco en cuestión, no parecía llevar a cabo un ritual inocente como el hecho de "pedir calaverita", pues su madre unos metros atrás, con un niño en el rebozo en forma de tamal, parecía esperar el pago del peaje para continuar taloneando a la banda eriza, a costa del día de muertos. Yo rasqué en mis bolsillos esperando encontrar algo más que pelusa y restos de confeti de la parranda anterior. Me topé con una monedota de dos pesos que arrojé a la calaverita de plástico del chamaco. El rostro desencajado del niño me confirmó que de haber usado un cuchillo de verdad, me habría sacado la billetera por la grosería cometida. Se fue.
Salí a la avenida principal y jamás había visto tal cantidad de chamacos disfrazados de Spiderman, Batman, Superman, Buzz Lightyear: disfracesque realmente daban miedo, acompañados de sus madres que sin disfraz igual daban miedo. Fui esquivando de lado a lado de la calle a los morros evitando ser asalt... taloneado pues no traía cambio para uno más, y ni de chiste pensaba dejar ir mis billetotes de veinte pesos, que estaban destinados para conseguir un pan de muerto. Esquivé uno a uno los pequeños monstruos que se acercaban lentamente, sobretodo a uno de ellos que venía acompañado de los primos, la tía, la abuelita. Era imposible, apenas evadía un grupúsculo de estos seres abominables y ya había otra concentración de escuincles esperando bajarme la quincena por las malas. La calle parecía una escena de The walking dead, con zombies por todos lados intentando atacarme, comerse mi cerebro, quitarme la cartera, apoderarse del mundo. Hasta que por fin entré a la panadería, y pude sentirme a salvo, frente al aparador. Pero entonces, una niña vestida de momia --o de paciente vendado en el seguro popular-- me increpó: Dulce o truco. "Ya no hay moral", pensé; ¿dónde quedó la bonita costumbre de cantar "Ahí viene la Chilindrina, a pedir su mandarina/ Ahí viene el Chavo del Ocho, a pedir su bizcocho/ Ahí viene Jorge Negrete, a pedir su mollete/ Ahí viene Pancho Pantera a Pedir su calavera"? ¿En qué momento intercambiamos el "me da mi calaverita" por el maldito sincretismo de "Dulce o truco"?
Así pasó la noche. El pan de muerto ya lo alcancé manoseado, caro y duro. Dejé atrapar mi nostalgia por las calles entre disfraces reciclados de la primavera o la pastorela y regresé a casa, ese bello lugar que se vuelve un infierno cuando olvidas las llaves. Afortunadamente una que otra Catrina asoma dignidad entre tanto zombie sinchiste.
Hace un año asistí a uno de esos Halloween con un amigo
japonés, y sopretexto de no hacer el ridículo disfrazándome de alguna
cosa indigna, fui disfrazado de mí mismo. A mi amigo japonés (que
también llevé sin disfraz) lo justifiqué diciendo que el tipo era un
mexicano de tepito disfrazado de japonés. Nadie lo creyó, así que uno de
mis colegas le maquilló unas rayas en los párpados a modo de ojos
grandes de anime y por fin el Hiroshi, tuvo unos ojos tamaño cómic
oriental. Vaya cosa, los
que iban disfrazados de la bella y la bestia
resultaron parecer el nieto de Elba Esther Gordillo y la princesa Fiona
(transformada en monstruo naturalmente). No cabe duda que el amor es
ciego hasta con harto maquillaje.
En lo que respecta a la ofrenda o
el altar, recuerdo un dos de noviembre, paseando por el centro de
Oaxaca, haber robado de un concurso de ofrendas, un six de cerveza, unos
cigarros y un mezcal a medias. Mis amigos lo disfrutaron con verdadero
regocijo pero una compañerita harto creyente, no quería que se cumpliera
la misión. NO SE LO TOMEN ¿Y SI NOS PASA ALGO EN EL CAMINO DE REGRESO?
Nadie le creyó, la borrachera era tan buena para mis colegas que cuando
intenté probar la cerveza aquella, sabía asquerosa y estaba caliente;
era una cerveza "Estrella" que escupí inmediatamente. Afortunadamente
esa mujer me dejaba ojearle el escote de vez en vez.
Total que un
día después del tradicional dos de noviembre, en la panadería, el pan de
muerto está igual de duro y manoseado pero más barato, la ofrenda
todavía tiene algunas cosas pepenables y el país sobrevive a una de las
crudas más horrendas por el puente vacacional. Es que con aquello de que
las tradiciones se han ido perdiendo, muchos ya ni saben la diferencia
entre el día de brujas y el día de muertos.
Recuerdo que en Xalpatláhuac, Guerrero, una señora me contaba cómo se vivía la tradición en su pueblito, y cuando le pregunté (yo muy antropólogo) sobre ciertos rituales, la doñita me comentó indignada: Cómo ve usted que hay gente que ya no cree que vienen los muertos. Válgame dios. Ya no hay moral.
Sereno caminé un par de cuadras ya en la tarde-noche del 1 de noviembre para conseguirme el tan anhelado pan de muerto, característico de esta peculiar tradición mexicana. Venía pensando en los huesitos crujientes que los panecillos tienen en la cima, y el religioso hábito de saborearlos con una buena taza de un chocolate abuelita. Soy tan fan de los huesitos, que una vez en casa fue investigado el extraño caso de los panes de muerto sin huesito alguno. Debieron suponer que fui yo el artífice del atraco profano. En esto venía pensando cuando sentí un cuchillo por la espalda. Me detuve al instante, metí la mano al pantalón aferrado a mi billetera y volteando despacio para conocer el rostro del delincuente. Entonces, un demonio --literal-- con carita sonriente y chimuela, intervino antes que yo lo hiciera: Me da diez pesos para mi calaverita. Y pensé, "ya no hay moral". Los valores modernos con los que fui deformado en la niñez, se han perdido para siempre.
En mish tiemposh, una moneda de cinco pesos dentro de la calabaza forjada a mano y con vela al interior, hubiera resultado un glorioso exceso. Eso en nada se compara con la soberbia de los chamacos que hoy imponen la cuota cuales narcos de Ta-ta-tamaulipas cobrando por derecho de piso. Además el chamaco en cuestión, no parecía llevar a cabo un ritual inocente como el hecho de "pedir calaverita", pues su madre unos metros atrás, con un niño en el rebozo en forma de tamal, parecía esperar el pago del peaje para continuar taloneando a la banda eriza, a costa del día de muertos. Yo rasqué en mis bolsillos esperando encontrar algo más que pelusa y restos de confeti de la parranda anterior. Me topé con una monedota de dos pesos que arrojé a la calaverita de plástico del chamaco. El rostro desencajado del niño me confirmó que de haber usado un cuchillo de verdad, me habría sacado la billetera por la grosería cometida. Se fue.
Salí a la avenida principal y jamás había visto tal cantidad de chamacos disfrazados de Spiderman, Batman, Superman, Buzz Lightyear: disfracesque realmente daban miedo, acompañados de sus madres que sin disfraz igual daban miedo. Fui esquivando de lado a lado de la calle a los morros evitando ser asalt... taloneado pues no traía cambio para uno más, y ni de chiste pensaba dejar ir mis billetotes de veinte pesos, que estaban destinados para conseguir un pan de muerto. Esquivé uno a uno los pequeños monstruos que se acercaban lentamente, sobretodo a uno de ellos que venía acompañado de los primos, la tía, la abuelita. Era imposible, apenas evadía un grupúsculo de estos seres abominables y ya había otra concentración de escuincles esperando bajarme la quincena por las malas. La calle parecía una escena de The walking dead, con zombies por todos lados intentando atacarme, comerse mi cerebro, quitarme la cartera, apoderarse del mundo. Hasta que por fin entré a la panadería, y pude sentirme a salvo, frente al aparador. Pero entonces, una niña vestida de momia --o de paciente vendado en el seguro popular-- me increpó: Dulce o truco. "Ya no hay moral", pensé; ¿dónde quedó la bonita costumbre de cantar "Ahí viene la Chilindrina, a pedir su mandarina/ Ahí viene el Chavo del Ocho, a pedir su bizcocho/ Ahí viene Jorge Negrete, a pedir su mollete/ Ahí viene Pancho Pantera a Pedir su calavera"? ¿En qué momento intercambiamos el "me da mi calaverita" por el maldito sincretismo de "Dulce o truco"?
Así pasó la noche. El pan de muerto ya lo alcancé manoseado, caro y duro. Dejé atrapar mi nostalgia por las calles entre disfraces reciclados de la primavera o la pastorela y regresé a casa, ese bello lugar que se vuelve un infierno cuando olvidas las llaves. Afortunadamente una que otra Catrina asoma dignidad entre tanto zombie sinchiste.
Japonés con ojos grandes |
Poderosa banda de los robaofrendas |
Recuerdo que en Xalpatláhuac, Guerrero, una señora me contaba cómo se vivía la tradición en su pueblito, y cuando le pregunté (yo muy antropólogo) sobre ciertos rituales, la doñita me comentó indignada: Cómo ve usted que hay gente que ya no cree que vienen los muertos. Válgame dios. Ya no hay moral.
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