La recuerdo. No como un rostro, sino como un eco
que se disuelve en el filo de la madrugada.
A veces cuervo, a veces solo un crujido de puertas
en habitaciones vacías.
La siento cruzar como sierra en la piel del aire,
como guitarra suspendida entre las cosas que no se nombran,
como llave en el vacío, girando para abrir un silencio.
Era una cama de clavos envuelta en pétalos,
una rosa que no florece más que en la sombra.
Yo era un pájaro atrapado en el anzuelo del viento.
Ella, una trampa quieta.
Nos encontramos siempre en un rincón de la noche,
entre relojes que ya no latían y los te quiero
que se susurran en los pasillos de los hospitales.
No había puertas, solo paredes que respiraban.
Era también la herida que sanaba con lo invisible,
y el abismo que rehuía lo fácil.
Volaba sobre la bruma de mi memoria,
dejándome en un jardín de papel, una ciudad que
ya no recuerdo si descubrimos o inventamos,
una nube que nunca termina de llover.
Era muchas manos que me tocaban sin tocarme,
se iba y venía como olas.
Me dejó vacío, como un solo de violín
que resuena después de la última nota,
como cuervo que olvida la noche
y se queda, solo, siendo sombra.
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