
Prometiste llamar a las diez de la mañana,
eran las ocho menos quince
las sombras parecían tan cortas.
Mi reloj marcó quince,
veinte, y hasta treinta días.
Los quince minutos más largos de mi vida.
Llamaste cuando las manecillas incrédulas
marcaron el día treinta y uno.
Tu voz me iluminó con su ráfaga de estrella
y el aire te llevó en sus hombros
a dar un paseo a las orillas de mi personaje.
Prometiste volver “en un tiempo”
pero cuántos minutos significaban eso para mí,
cuántas vidas para ti.
Y aquí estoy, en alguna sala de espera
preguntándome si tu retorno será en unos días
o polvo seremos del mismo terco remolino.
No tengo prisa. Esperaré a que vuelvas,
en la veta de esta pausa indefinida
aunque tengo la impresión de que que faltan
como dos años
para las diez de la mañana.
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